A cada día con su mal le basta, reverso de aquella otra expresión más epicurea o tal vez hedonista del carpe diem.
En este desandar de la memoria, decía, tuvimos que soportar el transcurrir de las horas golpeando pesadas con la tabarra de numerosas advertencias que sonaban al aviso apocalíptico de la extinción de la especie sino atendíamos a las prescripciones de la autoridad política y sanitaria, tal vez ocioso diferenciarlas o redundante enunciarlas.
A uno le gustaría vivir con la relativa despreocupación, que no era mucha, anterior a la trompetería pestífera. Que la autoridad se preocupara menos de uno y que sus voceros fueran menos también. A mi modo de entender padecemos una verdadera pandemia, una hipertrofia administrativa y de regulaciones. Una hipertrofia del miedo.
El poder siempre ha utilizado el terror como escenario hipotético, presentado como cosa cierta y sabida, para legitimar su dominación. Hobbes en su Leviatán nos lo presenta palmariamente. Un pacto social fundante primigenio para salir de la pesadilla del estado de naturaleza o algo así. Ahí nace el mito progresista que juntamente con el gobernante filósofo platónico marida el rico elenco de las distopías.
La normalización de este 2021, errática y todavía incompleta, estatuye un intrusismo incómodo e invasivo de nuestras vidas por una alteridad un tanto alienígena que va devorando la entraña de vida.
El 2022 sino se nos lía más el palangre tal vez desmienta o corrija algunas de las tendencias más perversas del miedo y las gentes vayan asomando al menos las rojas crestas de la insumisión y así salvar las cabezas pensantes, hoy cráneos jibarizados por las propagandas admonitorias de la solución final, de este milenio breve a paso apurado que se avecina.
Ergamos los estandartes de las cohortes goliardescas trashumantes frente a los rebaños sedentarios estabulados, alcemos nuestras copas de vino y canto por el 2022. In vino veritas, donde se mecen los versos polifónicos de la marcha polvorienta de los caminos sin ley.