Allá van 16 años cuando desde la Isla de Fuerteventura me encontré navegando en un piélago de mapas y documentos donde se registraba la existencia de un macroarchipiélago: la Macaronesia.
No era de sustancia incierta y fabulosa como San Borondón. Eran geografía e historia tangibles. Era también un concepto operativo, susceptible de inclusión en lo que tan al uso se denomina geopolítica restringida.
Macaronesia es un polígono comprendido por cuatro subconjuntos, todos ellos archipiélagos, entre las aguas mesoatlánticas y la fachada continental occidental africana.
Açores, Madeira, Islas Canarias y Cabo Verde, enunciadas correlativamente en una cartografía atlántica Oeste-Este. En este eje se define uno de los espacios linguísticos de la lusofonía, con la excepcionalidad de Canarias, que merece atención diferenciada.
La lengua canaria tiene varios estratos que la dotan de singularidad o personalidad. De los más intensos, guanchismos, lusismos y americanismos. La isla de La Palma probablemente nos muestre el caso más prolijo de la presencia de las dos últimos estratos en el campo léxico de la lengua canaria.
Tolete, mágoa, entre muchos otros vocablos, integran el acervo del gallegoportugués depositado en el habla canaria. En los últimos lustros y aún décadas la inmigración gallega en las islas vigorizó y dinamizó esta influencia.
Mágoa, sección movible del programa de radio semanal Trisquel, recogió testimonio de estas influencias y expresiones idiomáticas, devolviendo lo escuchado, estudiado y aprendido a la comunidad.
No hay que estar tolete para sentir mágoa por la pérdida o ignorancia de esta aculturación por causa de la standarización de los usos y prácticas sociales, la primera y más impotante, la de la comunicación verbal.