El catorce de Agosto de 1932, antevíspera de la festividad del peregrino occitano San Roque, patrono de Vigo, la Corporación Municipal Constitucional Republicana circundaba con una verja el símbolo vegetal de la ciudad, el Olivo, situado en el Paseo de Alfonso.
Incrustada o soldada a la verja una placa, más o menos literalmente, indica la devoción del pueblo vigués a su ciudad amada, entregado con lealtad, abnegación y amor a su causa.
La primavera próxima del 2019 se cumplirán cuarenta años de la celebración de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura franquista, que no régimen autoritario, como algunos edulcoradamente optan por llamar en nuestros días.
Sería buena ocasión para darnos cita en el Paseo de Alfonso al pie del Árbol-Símbolo, que tantos embates ha sabido aguantar, expuesto a las galernas que, aún recuerdo, en mi infancia llegaron a la amputación de alguno de sus brazos-ramas.
Un Olivo, al fin, oreado por vientos salados atlánticos, ventos mareiros, en pié, resistiendo como las gentes a las que representa, portador del espíritu de diversidad que los barrios y parroquias reclaman con voz propia.
Barrios con Voz, decía un eslogan de los noventa, con razón, allá por Teis.
Un Vigo, al que se entiende mejor en clave confederal, fuertemente descentralizado, expresión del espíritu de bravura e independencia de quienes lo poblaron y aún seguimos habitando.
El Olivo, entre Pobladores y la Rúa de Santiago, frente al chafarís del Paseo de Alfonso, nos invita siempre a la memoria, saudosa y vindicatica, testigo de tantos afanes.