La luz requiere ojos, por ello la luz se construye en una subjetividad, es una luz interior que primero mira hacia si y dentro de si, es el ojo o el fuego divino crepitando en el celemín del yo, más bien cristalizando en la dureza cortante del diamante de la conciencia, separador, alienador entre el mundo y la voluntad.
Por tanto, hay un cosmos, un orden, creado o por crear, o es la luz, velocidad constante, que por su necesidad constituyente es tiempo, la luz es tiempo y entonces piedra angular de la creación de la realidad, de la historia, de todos los futuros y de la muerte.
Hay más vida en la noche, la noche está poblada de ruidos que se desplazan o cesan para reanudarse, ruidos que te escuchan, que te acechan, seres ciegos a la luz, que hacen músicas, tañendo sus instrumentos sacrílegos y burlones, horadando con sus picos y garras galerías saboteadoras de la luz- tiempo. Claro, no temen a la oscuridad ni tampoco por tanto a la muerte, dispensada por la luz de los tiempos y todos los Trentos que en la historia han sido.
Yo soy amigo de los plateados de la noche, de las que se hacen las balas que matan al enemigo solar de abrasantes saetas del oro transaccional. El único oro que admiran mis ojos ciegos es la cabellera de Loreléi peiteada con el esqueleto argénteo de un pez, aquí muy cerca reposada alerta en su fuente preferida de Kensington, cuando no recostada en el hueco del árbol primigenio, musitando, mascullando, como un rezo, canciones de cuna para mantener despiertos a los niños muertos, que Peter verde pánico extravió.
Tras la noche oscura del alma, Juan del Carmelo, y sus éxtasis y deliquios del amor divino, sale al encuentro de Loreléi, faunesco de entre el espeso follaje, en cuyos brazos refugiarse, pero Loreley con su potente aleta caudal le sacude dos avisos y le marca la distancia.
Ya amanece, en lo alto el mundo de las formas apolíneas, de lo definido, de las identidades ciertas, muy bien iluminadas por el ojo solar eterno ( tiempo infinito que no puede ser). Ya Loreléi se desvanece en el sueño, coje sus carpetas y papeles y se va a trabajar. Tal vez ella no se acuerde de nada, no sepa quien es. Eso si, pondrá su mirada al paso de las fuentes y guardará un mechón verde que le brota en las noches de su dorada cabellera trenzada en la rueca con hilo finísimo, como aquellos de los que pende la vida de los hombres que ama.
XUR O'PONTILLÓN.