Allá por los setenta era rutina el caernos por bares y tascas al atardecer y mezclar los olores y sabores de los vinos con las notas del canto.
Era la llamada canción de taberna.
El hecho de criarme en una calle de bares por los sesenta, incluso vivir en un segundo encima de un bar, permitió que mis sueños infantiles fueran acunados por los cantos de ida y vuelta, las rumbas y habaneras, y algunas otras canciones traídas del repertorio de las corales en lengua gallega, así negra sombra que me asombras, unha noite na eira do trigo, o vivir en Vigo que bonito é , la bella lola y así iba encadenándose un repertorio que ya me resultaba familiar.
Eran voces de marineros y gentes de la coya que traían su lote o quiñón a venta en la madrugada o mediante trato lo dejaban a cambio de que les cocinaran sus raciones con vino incluído.
El acompañamiento instrumental era una improvisada percusión que aportaba la base rítmica y si acaso el lamento o plañido de una armónica que arrastraba sus notas en lo alto de la madrugada, con aires de blues a la gallega, como la caldeirada que les preparaban.
De esas métricas, modos, maneras y gustos heredó A Roda, grupo de canto incubado en ese útero tabernario, impulsado por los hermanos Suso y Luis Vaamonde, que lo llevaron a los estudios de grabación y a los escenarios, proyectándolo a los mundos trasatlánticos de la emigración.
Sus cuarteles de invierno fueron A Viuda, a la cual dedicaron una canción, y As Chavolas.
De sus primeros integrantes recuerdo a los hermanos Fito y Luis, a los Pitucos, Cabaleiro, Manolo Piña, Ricardo y por supuesto al anteriormente citado Luis Vaamonde, alma del grupo junto a la voz inusualmente grave de Fito, que llegó a aportar la definición de A Roda, su carácter más permanente.
El pasado domingo na Brincadeira de Bouzas hacía recuerdo de estos fragmentos de memoria en compañía de mi amigo Senen Vaamonde, el más joven de los hermanos.
Hoy, una Roda remozada, de la mano de Alfredo, hijo de Fito, ameniza los seráns gallegos.
Larga vida A Roda.