Se habla frecuentemente, de modo irreflexivo y generalista, del político como una especie depredadora de sus semejantes a través del ejercicio del poder.
Y aún más, expoliadora del peculio público, una voraz criatura succionadora de toda suerte de recursos en provecho propio y en demérito de los destinatarios legítimos.
Aquí nos encontramos, en ocasión de luctuoso suceso, con la figura de un edil de una población de poco más de 13.000 habitantes que no cobraba sueldo, ni dietas, ni kilometrajes, sus ingresos procedían de un trabajo ajeno a su quehacer municipal, atendía a los vecinos sin cita una vez satisfechas las obligaciones restantes de sus áreas de gestión.
A mayores era padre y abuelo, aunque joven, de 52 años. Por tanto tenía compromisos familiares y laborales extras a sus tareas políticas y no cobraba dedicación exclusiva ni ninguna otra del erario público.
Llegados a este punto, ya podemos revisar la afirmación de inicio y preguntarnos si en verdad todos los políticos son iguales. O si acaso Javier Ardines era un ser extraño en la política.
También luchó denodadamente por esclarecer y erradicar vicios y tramas asociados al ejercicio de un poder omnímodo, acumulado en casi treinta años de mandatos de un monopolio político, no sólo en en la vertiente urbanística y de planificación del territorio sino también redes clientelares de empleo público y otras.
Ardines luchó por usos alternativos y diversificados de los valores patrimoniales públicos.
A esta altura llegamos a colegir que Javier Ardines fue un hombre y un político que dignificó con su hacer a su pueblo, Llanes, y la política. Y escribo esta con minúscula porque la otra, la mayúscula, es mucho más difícil de oxigenar y es en el escalón o subsistema municipal donde se puede y se debe empezar.
El testimonio de vida y muerte de Javier Ardines debe iluminar el corto camino que resta a unas elecciones municipales próximas, una primavera que florezca en multitudes de Ardines.
Por Llanes, por todos.