Incluídas en el sincretismo de estas fechas navideñas, cada vez más prolongadas, al punto de que con esta marcha forzada vamos a establecer el calendario anual en dos únicas estaciones, ciclo semestral navideño y semestre de adviento navideño.
Pues bien, el paradigma hegemónico es la epifanía lapona, en la que los camellos se ven reemplazados por renos u otros cérvidos y el portal de Belén por el casamato de madera del bosque boreal en el que habita Santa Claus con toda su corte élfica.
No entramos aquí en la evolución o más bien metamorfosis ontológica de Santa, en otro tiempo figura episcopal de Antioquía o Bari u otras cunas, hasta su naturalización yanqui, primero de indumentaria verde y después con los colores corporativos de Coca Cola.
Así pasó la Navidad a tener sabor cola.
Estas navidades coloniales son hoy gringas y laponas de la mano de las grandes cadenas comerciales penetrando hasta la tienda de barrio.
Pero el despegue de la Navidad representada, dramatizada, ruralizada y plástica arranca en el siglo trece con Francisco de Asís cuando pretende hacer del evangelio de San Lucas sobre el nacimiento de Jesús algo vivo, más allá de la Teología, donde los pastores y gentes de aldea vuelvan a encarnarse en el misterio.
En mi infancia de los años sesenta del pasado siglo mi madre, ayudada por mi hermana, levantaban un entarimado en la galería de casa, colocaban un fondo de papel que representaba el azul oscuro de la noche pintada de estrellas y la propia tarima era cubierta de musgo que recogiamos mi hermano y yo, sobre ese manto vegetal se desplegaban las figuras del belén, se trabajaba la orografía del paisaje, sobre todo montañas y ríos, estos últimos con espejos y papel plata.
Nunca faltaban el pozo o el castillo de Herodes y, claro está, el portal completo y los reyes magos, con sus camellos y pajes. Noche a noche las figuras iban avanzando hacia el portal con sus ofrendas hasta culminar la Noche Mágica o Noche Buena, esa noche se cantaban villancicos, todo era luz y la estrella cometa guiando y presidiéndolo todo.
En el comedor se colocaba el Abeto con lucerío, adornos varios y guirnaldas, a sus pies aparecían los regalos la noche de reyes, también descansaba la representación escueta del misterio.
Estas fueron las navidades que conocí en mis primeros años, escasamente hiperbóreas, si acaso el árbol como reminiscencia pagana del bosque, deidad vegetal.
Y los elfos, en los cuentos que mi madre nos compraba en la desaparecida librería PAX de Elduayen, de aquella Calvo Sotelo.
Y la Laponia en los Atlas, no sé, no recuerdo de si de la Editorial Everest.
Y ahora si, Feliz Navidad.